domingo, 20 de octubre de 2013
Ubicuidad del crimen
Lo cierto, comprobado ayer con un nuevo choque en Once, es que las cámaras de seguridad no están para prevenir en nombre de una seguridad a futuro, una seguridad que es el sinónimo de un estado siempre frágil donde el cuerpo humano se resguarda de posibles agresiones, físicas o psicológicas. Lo cierto es que tampoco son los ojos del voyeur que ha “nacido” en esta época. Puede ser, es cierto, que haya hoy en día más desembozamiento, menos mediación, menos, en fin, relato, narración, de los hechos criminales y perversos, del voyeurismo de la vida del otro, pero eso es más una posibilidad técnica que un verdadero cambio de la psiquis humana. (El otro día leía en una novela de Agatha Christie que una joven amaba las películas policiales, y tragaba las noticias sobre crímenes en los diarios.) La pasión por el voyeurismo de la perversión del otro, por la vida del otro, que es en sí ya una forma de perversión, es hace mucho tiempo una pasión humana.
En el choque de trenes de ayer creo que ha quedado en evidencia que la función de las cámaras de “vigilancia” no conlleva como consecuencia ni mayor “seguridad” ni mayor prevención. ¿Entonces para qué se pusieron? ¿Cuál es el fin de vigilar si ya no es prevenir o evitar? Las cámaras se multiplican para asegurarnos que al crimen lo vamos a tener a la vista siempre. Bien pensado, esas cámaras no hicieron más que posibilitar que el crimen se multiplique. Donde nadie miraba, no había crimen; ahora simplemente hay crimen, sólo tenemos que apostar una cámara para captarlo.
De hecho, el crimen dejó de ser eso: un crimen, una cuestión de análisis, de discernimiento. Porque el crimen está en todos lados, se dan sólo algunas -pocas- instancias en que podemos evitarlo. El crimen dejó de ser un hecho extraño para ser todos los hechos. Lo extraño es estar a salvo, estar seguro. Las cámaras abren un paréntesis en la masa amorfa del crimen, un paréntesis en el que, a veces, con suerte, se puede estar a salvo. Todo lo demás, es el temible territorio de lo criminal (extrañamente, lo más prohibido pero lo más ejecutado).
“Todos los demás, esa masa psíquica y física que me abruma con su impenetrabilidad, son criminales. Sólo espero estar tomando todos los recaudos necesarios para evitar que la fuerza de su perversión caiga sobre mí (Dejaré, para empezar, de viajar en tren, porque todos los motorman parecen conductores suicidas). Al fin y al cabo, he dejado ya de hacer tantas cosas que hacía cuando pensaba que el crimen no era más que una excepción.”
Cambiémosle, entonces, el nombre al crimen, porque no hay nada que deslindar ni diferenciar: es en todos lados, siempre.
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