domingo, 12 de octubre de 2014

El sordociego

A veces cuando estaba en su habitación, dominado por la quietud que le exigía su sordera y su ceguera, Khal sentía aproximarse a Khan y el terror lo terminaba de dominar por completo. Una turbulencia comenzaba a subir por su pecho y no encontraba otra resolución que un grito, aunque él no supiese cómo se escuchaba, que a veces salía mudo, y su boca se abría y su cuerpo se tiraba todo hacia atrás en su silla como queriendo escapar de Khal, y otras, aunque él no notase la diferencia, salían con un sonido ensordecedor debido a su amplio pecho. Y ahí su madre venía corriendo desde la cocina o donde estuviera para ver qué pasaba; y ya sentir el olor de ella, Khal se tranquilizaba y más al sentir en la piel su abrazo cálido. Y cuando la madre entraba, veía a Khan leyendo apaciblemente a su hermano de un libro de cuentos cualquiera. Khal hubiese dicho, si hubiese sabido describir la luz, que su oscuridad se volvía más oscura cuando entraba Khan en su habitación. Lo sentía apenas atravesaba la puerta silenciosamente, de haber sabido, por su olor. Después, sentía cómo se le iba acercando porque los pelos de su brazo, de haberlos visto, se erizaban instintivamente. Con una memoria genética, Khal tiraba la cabeza para atrás y la revolvía de un lado a otro como intentando escuchar de qué lado estaba su hermano. Hasta que lo sentía, rozándole suavemente, a propósito, las yemas de los dedos. Entonces Khal se quedaba quieto y esperando, esperando simplemente que se fuera. Horas tardaba en tranquilizarse después de que Khan dejaba la habitación, horas hasta que se animaba a levantarse e ir tanteando con las manos y el olfato para estar seguro que ya no estaba. Recién después podía volver a sentarse en su silla y volver a sus pensamientos mudos que a momentos se convertían en sueños sin imágenes hasta que alguien venía a buscarlo para comer, lavarse los dientes, acostarse. Khal se despertó de golpe por una mínima, mínima, erización de la piel de la yema de sus dedos. Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo y se agarró de los costados de su silla y tiró el cuerpo para adelante abriendo la boca para largar ese bicho de terror de antaño que le salía cuando sentía esos roces de Khan. Pronto dejó de sentirlos. Sin embargo no podía haber sido Khan porque no sentía su olor. Había sido un sueño. De todos modos, sin levantarse de la silla, Khal extendió las manos para comprobar a su alrededor. Apenas tanteó al lado suyo, en la cama, sintió el aura tibia de un cuerpo que llegó a tocar, despacio, desde la cabeza y la cara hasta bajar a un libro, si hubiera sabido qué era, que le seguía como extensión del brazo. Khan no tenía olor, ¿Khan había logrado finalmente no producir más olor? Me era repugnante ver esos ojos ciegos encogiéndose de terror en la cara de labios contraídos sobre los dientes, en ese cuerpo que creptaba sobre la silla como si quisiera directamente desaparecer para no sentir más miedo.

sábado, 11 de octubre de 2014

el tesoro de Pew

Empecé a contarle Cicatrices de Saer, que me había fascinado, cuando me dijo que eso no era Cicatrices. Pensé: “Este mismo boludo de siempre se cree que yo leo mal”. Y me dio un poco de ganas de matarlo. Pero lo que pasó fue que después le volví a contar Cicatrices y lo que me había pasado a otro amigo a quien tenía por gran lector, y me volvió a decir, para mi gran sorpresa, que eso no era Cicatrices. En mí casa busqué el libro, lo llamé por teléfono y le leí el fragmento que le había comentado antes. Sin embargo, me dijo, eso no es Cicatrices. De todos modos, no fue hasta que me pasó lo mismo con un libro de Tuñón que empecé a sospechar que esa colección de mierda de Capítulo tenía mal los libros. Porque, lógicamente, lo primero que pensé fue que tenían mal puestas las tapas, y un libro de uno había quedado con el título de otro, que sé yo. Así que me tomé el trabajo de sentarme, sacarlos todos y comprobar uno por uno que ese no fuese el caso. Y no lo era. Las cubiertas, los títulos, todo parecía coincidir con el contenido del libro. De hecho, recordaba patente el lugar donde el libro de Saer decía algo de las cicatrices. En ese momento me agarró un pánico tremendo. Mirá si la mitad, o más, de los libros que creía que había leído en mi vida, no eran los verdaderos. Así que lo llamé al amigo este y le dije que iba para la casa con algo para tomar y contarle los libros que había leído, a ver si coincidían. ¿Marechal? no era. ¿Ocampo? no era. ¿Viñas? no era. ¿Borges? sí, por suerte–tremenda calamidad, sino. ¿Cortázar? no, por suerte. Pero lo más llamativo de todo fue que no sólo los libros que yo había creído leer no coincidían con los reales, sino que tampoco coincidían con ningún otro libro que mi amigo hubiese leído en otra parte, con otro título, autor, nada. Digamos, libros traspapelados. Hablamos durante horas, y nada. Vinieron más amigos, ninguno. En un punto me empezó a abandonar el pánico para remplazarse por otra idea: ¿quién había escrito estos libros?, ¿quién se había dedicado prolijamente a escribir otro libros para rellenar los títulos de la colección Capítulo?, y ¿sólo en mi biblioteca? No podía ser, tenía que haber otra gente que también los tuviese en sus colecciones.

***
Me internaron unos meses después de eso. Supongo yo que ese ya era el primer signo de mi debacle mental. Cuando estuve mejor, me vino a ver Claudia y le pregunté por lo libros. Miró al piso, pero se ve que pensó que algo me tenía que responder. -Sí, eso. Lucas nos contó. Pero cuando llegamos a tu casa esa noche, a buscar tus cosas, te juro, créeme: no había ningún libro. Me quedé mirando la nada más o menos hasta que se fue Claudia. Igual no me volvió el pánico, porque ya ese tiempo se había ido. Me pareció más bien lógico lo de los libros, que todo hubiese sido mi mente enferma. Salvo lo de Borges. Me acordé de eso y me quedé dándole vueltas hasta que me dejaron volver a casa: ¿cómo me acordaba del libro de Borges? Esperé, al entrar otra vez en mi casa, encontrarme con un único libro: de Borges. Pero no. Había unos estantes casi vacíos, con algunos adornos y algún que otro librito. Nada de Borges, sin embargo. Finalmente me dejaron sola, con algunas reticencias, aunque juré y recontra juré que me sentía y estaba bien, que era mejor que volviese a mi vida normal. Solitaria, pero normal. Entonces, cuando se fueron todos por fin, fui golpeando suavemente con el puño las paredes de la casa, a la altura, más o menos, de mis oídos. Prestando muchísima atención al sonido que provocaban los golpes. Buscando el panel hueco donde los hijos de puta habían escondido los libros de mi biblioteca.