lunes, 29 de agosto de 2016

wishlist


Tacho un nombre propio
un lugar queda ajeno.
Un verbo,
algo inactivo invade.
Una película, una comida, un disco,
algo inactivo acaba
deseos
a lista de objetos perdidos.

domingo, 3 de julio de 2016

Entierro de la Sardina


No creo que hubiese preferido otra vida que esta que llevo, es sólo que a veces me pregunto qué hace la gente que no escucha la radio los domingos.
Escucho radio los domingos desde hace ya una buena cantidad de años. No soy de los que se sientan a escuchar y nada más. Cocino, lavo, arreglo una olla rota, encolo un zapato abierto en la suela o pego un botón, distinto entre todos, de una camisa. No me gusta estar desocupado, nunca me gustó. Y sin embargo, mis leves oficios son cada vez más mínimos y el cumplirlos o no, no cambia nada de mi condición. Pero mejor no pensar en eso porque la inactividad tampoco me daría un consuelo.
Santiago Domínguez. Alguna vez fue un niño prodigio, si no confundo los nombres. Hoy, encara cada domingo, a la tardecita noche que en estos días se vuelve temprana, un programa dedicado a gente que, como yo, prende la radio los domingos. La voz que sale del aparato negro salpicado de grasas de la cocina, con la antena sostenida por un clip y una chapita cualquiera que reemplazó la ruedita del volumen, es una voz que en otro momento, cuando empecé a escucharlo, hubiese tildado de meliflua. Ahora me parece una gran compañía.
La radio acompaña. Es probable que la gente que miró siempre televisión eso no lo entienda. Las voces de la radio están en la casa con uno. Cuántas veces sonrío con un comentario que me involucra directamente, como si Santiago Domínguez supiese tan bien cómo soy que me revela en mis defectos más graciosos, me alienta en mis deseos profundos, realiza mis pensamientos en esa voz grave pero apacible, amiga. Sonrío, sí. Y después me voy a acostar y, mientras me desvisto, las canciones que él ha elegido me siguen al baño donde me tomo mi tiempo para hacer pis y lavarme los dientes.
He llevado la radio a la cama todos los domingos. Las melodías, masculinas suaves, femeninas suaves y dulces; y sé que me quedaré dormido. Aunque en el pecho sienta algo como tristeza, sé también que el domingo con su melancolía, el pasado, el futuro, se irán a alojar a la voz de Santiago Domínguez y él sabrá qué hacer con ellos. Al menos, por el domingo, él los devolverá como hechos que se acercan a la paz.
Pero, ¿cómo es la vida para los otros? ¿Los domingos toda la población hace sus tareas mientras escucha la radio? ¿Qué hará Domínguez el resto de la semana? ¿Cómo será el final de su domingo? ¿Con quién irá a acostarse? ¿Podrá dormir, Santiago Domínguez?

Me había parecido y aquel lunes lo confirmé cuando vi el cartel que anunciaba la visita de Domínguez al teatro de la Sociedad Italiana. Iba a dar una conferencia: “Las voces de lo profundo”. El día era un sábado por la mañana y, como tantos otros, estuve ahí haciendo la cola incluso antes de que abrieran la puerta.
Adentro del teatro me senté bien atrás, con una sensación agradable entre el chucherío de la gente que se iba acomodando y desacomodando mientras esperábamos ansiosos. Hubiese jurado que el lugar iba a estar lleno de mujeres de cierta edad. Sin embargo alguna que otra mujer joven había y otros tantos hombres maduros disputábamos la concurrencia. Alguien sacaba fotos a la gente del público con una cámara muy grande. De a dos o tres sonreían, los retrataba y pasaba al siguiente grupo. Salí a la puerta no fuera cosa que quisieran fotografiarme a mí también y vi acercarse un auto que se estacionó sobre la vereda enfrente y de él bajó al mismísimo Santiago Domínguez hablando por celular.
Hacía malabares con una carpeta, las llaves del auto y el celular entre el oído y el hombro; me acerqué para ayudarlo, pero otro hombre que sería de la organización corrió hacia él y en sus manos, el buen Santiago confió toda su carga. Entraron al teatro por una puertita a un costado. Todavía tuvimos que esperar media hora más hasta que salió al escenario.
La pequeña muchedumbre ahí reunida largó vítores y ovaciones mientras el hombre convertido en ídolo sonreía modestamente y se sentaba frente a una mesa con una única jarra de agua y una copa de vidrio grueso. El muchacho que lo había ayudado le alcanzó la carpeta y le dijo algo en voz baja antes de prender el micrófono.
La voz profunda de Domínguez inundó vibrante y serena la sala y alcanzó para acallar los murmullos:
-Buenas tardes, queridos amigos.
Si cerraba los ojos, podría sentirme como en mi propia cocina. Había un detalle, de todos modos, que me inquietaba: era sábado. Era sábado, por supuesto, lo decía el papel fotocopiado que servía de entrada. Era sábado y Santiago no parecía ser un hombre como yo, sentado ahí arriba, con esas mujeres y hombres escuchándolo, con carpetas y auto, y un celular que sonaba.
La evidencia de mi candidez me hizo avergonzar profunda e inmediatamente como un golpe de calor, miré a la gente que tenía al lado temiendo que pudieran sospecharlo. ¿Quién era este Santiago Domínguez? Tuve que salir a la calle, tomar un poco de aire. ¡Pero era obvio que no iba a tener una vida como la mía! Por algo él siempre estaba de “aquel” lado de la radio. Yo siempre de “este”. ¿Qué consuelo tonto había imaginado para estar un domingo por la tarde solo escuchando la radio? Bueno, que había tantos otros oyentes como yo, y había también un Santiago Domínguez.
Cuando se me pasó la vergüenza sentí la traición, la sentí hondamente: hacernos creer que nuestra vida existía cuando no existía ni siquiera para él. Esa voz era el cúmulo de la hipocresía. Había dejado todo este tiempo que una voz penetrara en mi propia casa y me mintiera. No iba a volverme con ese enojo a poner la radio en mi cocina. Esperé a que el hombre saliera y terminara de sacarse fotos y firmar autógrafos en las copias de su libro Voces de lo profundo que había salido a la venta unas semanas antes.
Una vez que se disipó la concurrencia, Santiago Domínguez subió a su auto y, antes de darle tiempo de reaccionar, me subí al asiento del acompañante. Me sentí un poco culpable, no quería aparecer como un loco, pensaba que se me debían algunas respuestas nomás. Abrí la ventanilla de mi lado como invitándolo a que hiciera lo mismo, no había que temer el encierro.
-¿Qué hace?-la voz le sonó extrañamente afectada, aguda, casi histérica.
-Usted me debe unas cuantas respuestas. Maneje. Quiero conocer su casa.
-No, mi casa no.
-Vamos- se lo veía turbado, pero se lo pensó mejor antes de decir que no.
-Es depende lo que quiera saber.
-Cómo se vive más allá del domingo. Sabe, alguna vez yo pensé que mi vida iba a ser distinta.
-No hay nada de qué avergonzarse.
-Sin embargo, me parece que usted no lleva una vida de domingo. Quiero conocer su casa.
Y hacia allá fuimos. El camino fue largo y no hablamos mucho, no estoy acostumbrado a hacer charla y el hombre no parecía muy dispuesto tampoco. Finalmente llegamos, era un edificio tirando a viejo pero muy lindo. Pensé que iba a intentar salir corriendo, pero en vez, me esperó a que bajara y me hizo pasar. El viaje en ascensor fue incómodo también, por suerte no eran tantos pisos. Una mujer esperaba del otro lado de la puerta y detrás de ella pude ver una escalera que subía a una segunda planta interna, lindo bulín.
-Invité a un amigo.
-Pero hoy vienen tus hijos.
-Es por una entrevista importante.
Me presenté a la mujer, que era a las claras su esposa aunque la diferencia de edad era notable. Me llevó a una biblioteca y me dejó ahí esperándolo. Había muchos libros en los estantes. Me paseé frente a las paredes cubiertas de fotos. Tenían algunos años y en todas ellas aparecía Santiago. Junto con sus hijos chicos, con Susana Giménez, Marcelo Tinelli y un grupito, con Fernando Bravo e incluso una con Tato Bores. Había decenas de fotos más, pero a los otros no los tenía de vista, probablemente gente de la televisión. En una vitrina había una placa que decía “Premio Éter a la conducción masculina en AM 1997”.
Cuando Santiago volvió a entrar, traía dos vasos con whisky y me alcanzó uno. Me dijo que sus hijos, “de mi primer matrimonio” aclaró, venían los sábados a cenar. “Temprano porque soy un hombre estructurado, y los domingos preparo mi programa de radio”. Cierto. Se sentó en un sillón y me invitó a sentarme delante de él. Me ofreció un cigarrillo que acepté como el whisky.
-Fumo muy poco – me dijo como disculpándose-, usted me entiende, pero ahora estoy nervioso.
No quería ponerlo nervioso, me angustió su voz que se había puesto otra vez aguda y exaltada. Le dije:
-No quiero ponerlo nervioso.
-¿Qué quiere?
-Preguntarle cosas. Cosas sobre su domingo.
-Diga, entonces.
Sentado ahí, enfrente de él, me di cuenta que no sabía qué decir. En parte, todo lo que quería saber ya lo había confirmado. ¿Qué le iba a preguntar? ¿Por qué me había engañado todos estos domingos? ¿Iba realmente a acusarlo de no llevar una vida como la mía? ¿O de simular que sí lo hacía? Por suerte mi silencio no duró mucho porque sonó un timbre y después se escuchó gente. Dos nenitos casi de la misma edad entraron corriendo en la biblioteca y saltaron sobre el abuelo haciéndole caer la ceniza del cigarrillo al piso, chocando la mesita que nos separaba, tocando todos los adornos y estatuillas que había por ahí. Me sorprendió que la voz de Domínguez se pusiera aún más aguda y alterada. “Acá no se juega. Afuera del estudio. Cuidado con eso”.
Una vez que salimos todos, el hombre estaba más apaciguado y se veía que disfrutaba de la familia.
-Yo me voy –dije.
-Muy bien, le llamo un taxi.
-No, muchas gracias, me tomo el colectivo.
-Vamos, tómese un taxi de vuelta a casa.
-Es lejos, sería muy caro.
-No se preocupe, hombre, tome, yo se lo pago. Y no se olvide, mañana lo espero, como todos los domingos.
Su voz era otra vez profunda y melodiosa. Confieso que empecé una sonrisa cuando escuché la frase, clásica ya, de sus anuncios, pero logré transformarla justo a tiempo. Confieso también -total qué importa- que deseé que me invitara a quedarme a comer o que me dijera “¿Por qué no se viene a cenar todos los sábados?” ¡Qué tonto que sos! Me gritaba mentalmente mientras subía al taxi con la plata que Santiago me había puesto en la mano, ¿qué te esperabas? Si ni siquiera te preguntó el nombre.
Ayer he vuelto a casa en taxi gracias a Domínguez, es cierto, pero he resuelto no dejarme vencer tan fácilmente. Hoy suena Marcha Fúnebre de Chopin en radio Amadeus que de todas maneras, a esta altura del partido, está a punto de conquistar y dominar todo el dial.

miércoles, 27 de abril de 2016

El viento al hocico del Trickster

Olfatea la ventana abierta con golpes rápidos y secos
abre las fosas como trincheras.

Vuela aire del descampado, polvo de tiestos crudos,
ráfagas de humo de pipa, cigarrillo armado;
autos, colectivos, ambulancias, camiones por Huergo
con carga de vacas y novillitos al matadero.

Moscas del basurero (y de un camión de basura
que sube por el empedrado);
trae el color del sol que es el cielo;
la siesta lenta del sábado de vacaciones.

El trickster baja el hocico, se para en dos patas.
Con las manos en el cinto recorre Buenos Aires
por una marcha de protestantes veraniegos.
Les llena los ojos de la playa deseada,

de viento que arrastra en su hocico
generaciones, coyote chacal, antiguas o salvajes.