-…drogado con caballo.
-¿Queeé?
-Caballo eees eroína, tío, droga- me dice con un tono muy español -. ¡Qué va!
Ustedes saben a qué tono me refiero. Me gustaría escuchar cómo lo leen en su mente, o en voz alta, a ver si se imaginan lo mismo que yo cuando digo “un tono español”
Dice, y cierra los ojos de una manera blanda. Casi es audible la humedad de los párpados, viscosos por el cansancio de vista, casi se paladea esa viscosidad y eriza la piel de la mandíbula ahí donde está la coyuntura. Ojos bizcos, viscosos.
Era un hombrecito chiquito, con toda el lenguaje corporal de un ser atormentado por la culpa (¡como para no!). Al lado suyo, la chica tenía unos ojos falsos como sin pestañas, ojos de muñeca de porcelana, ojos de cerámica que se cerrarían cuando se acostaba y, al enderezarse, automáticamente volverían a abrirse, podía estar seguro de eso. No sé cuál de los dos me resultaba más repulsivo, y eso que la chica era hermosa, angelical.
La cuestión del interrogatorio venía lenta con la retahíla lacrimosa del enanoide. De repente, la muchacha comenzó a desvestirse, prenda por prenda como en un striptease (Esa misma jovencita encontré años después, pero esa otra vez, una enredadera salía de su boca). El hombrecito se agarraba fuerte, fuerte las manos y miraba para otro lado. Los ojos como sin pestañas de la muñeca me miraban a mí, sin parpadear. Me levanté agarrándome el cinturón…
¿Por qué les dije que el tipo era policía, no?- nos pregunta justo cuando, al fin, la cosa se estaba poniendo interesante.
-Sí- le respondemos a coro, ansiosos por saber cómo termina lo de la chica. Pero justo (para mí es a propósito, un número más de la fiesta), llega la anfitriona con unas máscaras espectrales y empieza a repartirlas con gestos histriónicos. Acá hay que jugar, sí o sí. Es ese tipo de fiesta con la estética preanunciada de “juguemos libremente”, “somos adultos con un niño adentro”, “mi niño es más niño que el tuyo”, “entonces juguemos libremente a esto que te impongo”. Ese tipo de reunión.
Sin chistar, cada uno agarra una máscara y actúa tan “desenfadado” y tan “natural” como puede actuar de tranquilo y natural un adolescente que transita su primera clase de expresión corporal. Chorradas, diría un amigo. Como sea, yo también me pongo la máscara y aprovecho el anonimato para acercarme a una de las invitadas que ya había estado observando antes. Alguien apaga las luces, ¡benditas estas fiestas! -pienso o grito en el tumulto general, mientras siento que la chica en cuestión me agarra de un brazo, me saca la careta con la otra mano y me encaja un beso milagroso (la luz estaba apagada) en la boca. El beso se vuelve apasionado, como se dice para no aclarar por dónde van las manos. Ya me puedo imaginar las mías, mientras le levanto la pollera, explorando las piernas hasta llegar a la bombacha, donde no me detengo, no, no, sino que sigo hasta sentir la suavidad de un pubis recoleto e internarlas en la humedad
-Pero ahí dejaste de prestar atención, a esa altura se te mezclaban las humedades y te imaginaba a la chica teniendo los ojos viscosos del enano…entre las piernas. La atmósfera de la sala de guardia ya era bastante morbosa de por sí para andar agregando información, más a esa hora que todas las cosas parecen ser peores. La puerta se abre: un nene con un cuchillo clavado en la mano; se abre: uno con la nariz y la boca rotas; se abre: un accidentado con un collarín para las cervicales en una camilla; se abre… continuamente, mientras uno espera que lo atiendan por algo que de a poco empieza a parecer ridículamente poco grave.
-Al fin un desnudo frontal masculino –te sobresaltaste de tu propio pensamiento cuando viste entrar al hombre desnudo, pintado completamente de blanco y negro, semi arrastrado por dos enfermeros. Tenía el cráneo roto y la sangre bañaba el piso gris de la guardia:
-Lo usaron de escudo humano en un motín en la cárcel- escuchaste que decía uno de los enfermeros mientras salía de entre las puertas batientes que daban a los quirófanos a donde habían llevado al hombre.
-Rojo, ese debe ser el único color que puede haber en un lugar como este, esta guardia de hospital toda gris, blanca, negra; solo el rojo- sentiste que los pensamientos se te fundían con la historia de Jorge y todo se volvía confuso.
-Ey, ey, no te duermas. No te duermas-te sacudía Jorge preocupado.
-Temgo mucho suemño –intentabas decir y ya el blanco, el rojo y el negro alrededor eran un mismo lago apacible y tibio.
Jorge te estaba sacudiendo, pero no fue eso lo que te despabiló como con un golpe: el hombre desnudo y pintado había salido corriendo como podía por las puertas batientes, chocando un carrito lleno de gasas y recipientes de acero inoxidable. Tres enfermeros habían salido corriendo atrás y lo habían alcanzado justo al lado del asiento donde esperabas que te atendieran:
-Ayudame- decía la boca descompuesta del hombre mientras sus manos blancas, negras y rojas se agarraban de tus zapatos ortopédicos. De un salto, te levantaste y…
-¡Mentira!, Me acordaría perfectamente –le dijo, angustiada, pensando que él se burlaba a costas de aquella confidencia que le había hecho una brillante tarde amarilla, cuando todavía estaba enamorada de él, quizá porque había sido el único hombre al que no le habían importado nada las apariencias y ese verano, en que estaba mal visto por todos los ojos semidesnudos que se paseaban por la playa, la había llevado al mar y a conocer ese calor que no sale sólo del sol sino que brota del mismo suelo y del espejeo del agua tan brillante que parece que hace mal a la vista y en esa confusión de luz del agua y luz de arena y luz solar, como borracha y confundida por el placer de la piel, de los pies granulosos, del abrazo sudado salitre, perfumado de bronces y oleos de coco o banana que le entraban por los poros y por las aletas de la nariz haciéndole sentir que ahí estaba todo, no había más vida que ese momento, se podía decir todo o callar todo porque no había más después y la comunión era infinita como si fuesen ella y Cristo un uno solo bautizándose por primera vez con agua clara, con agua verdadera, le había confesado, riéndose con timidez, pero sin vacilar, la extraña fantasía que tenía con las cebras.
Se volvió a sonrojar por la confesión y lo amarillo de esa tarde; él le ató las manos más fuerte y le acarició el cuello con una sevillana hasta hacerle…
Mientras Carla hablaba, yo no podía creer que una persona como ella me estuviera contando todas estas cosas; miré la mesa y me di cuenta que nos habíamos tomado como cuarenta cafés y que íbamos por el cigarrillo número cien…cada una. Me hizo acordar a lo que una vez -mi primera vez en la isla- me había dicho Silvina:
-Dentro de miles de años, van a llegar extraterrestres a la Tierra y cuando hagan estudios sobre nuestras vísceras petrificadas van a concluir: “Los antiguos habitantes de este planeta se alimentaban a base de café y puchito”.
Pero no tanto por eso que me había dicho (me imaginaba los restos de colilla en el organismo y me moría de risa), sino porque en ese mismo momento, mientras íbamos charlando, nos tropezamos, literalmente, con el hombre que había sido el gran amor de toda su vida. Estaba ahí tirado, totalmente…
sábado, 25 de febrero de 2017
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